El día que quise ser Buda (y casi muero en el intento)

Un día quise imitar a Buda (y no es broma). Me encontraba en un periodo de mi vida verdaderamente complicado; un periodo de asentamiento de una depresión que me había estado acariciando sutilmente en los meses anteriores. Un tiempo en el que también tenía una fuerte obsesión amorosa hacia una persona que yo sentía que no me correspondía en la misma medida. En fin, se trataba de un momento de mi vida en el que en mi mente se hallaba de todo excepto calma.

En mi mente se hallaba de todo, menos calma.

Buscaba respuestas y paz así que recurría a la filosofía taoísta con asiduidad y también leía libros como Siddhartha, de Hermann Hesse. Tanto me empapaba de nociones teóricas sobre sabiduría y equilibrio que no veía el momento de que se transformaran en hechos. Pero la verdad, leer sobre paz interior solo me calmaba mientras lo hacía. Cerrado el libro, toda mi vida se volvía caos y dudas nuevamente.

Harta de esta situación, se me dio por pensar que si hacía lo que habían hecho los grandes meditadores de la historia como Buda, pues quizás obtendría los mismos resultados. Realmente no me lo tomé muy en serio, pero me divertía la idea del experimento. Así que, como dicen que Buda se iluminó debajo de un árbol, allá que me fui.

Como dicen que Buda se iluminó debajo de un árbol, allá que me fui.

Busqué una zona bonita del bosque y un árbol que me pareció acogedor. Me tumbé boca arriba e intenté entrar en meditación, cosa que nunca he conseguido de ese modo. La temperatura era ideal y el canto de los pájaros creaba un ambiente perfecto. No sé si fue por eso o por qué, pero me quedé dormida; algo que no suele ser usual en mí en esas circunstancias.

Cuando desperté, algo había cambiado. En realidad, todo había cambiado. Lo primero que me invadió fue la sensación de no saber dónde estaba ni qué día o qué hora era. Me sentía totalmente desubicada, veía el cielo azul y las copas de los árboles y me sentía confusa. Poco a poco fui recuperando la noción de dónde estaba y por qué, pero ese momento, ese breve momento al despertar, había generado en mí una sensación difícil de olvidar. Había sido extraño, un pequeño lapso de tiempo en el que mi mente, mi cuerpo y el espacio circundante habían funcionado de una manera diferente a la habitual.

Cuando llegué a casa casi me reía de mis ideas de bombero. Mi gata estaba esperándome. Me tumbé junto a ella en el suelo. Y entonces noté que el suelo estaba muy frío. Me tumbé un poco más, acerqué una mejilla a la baldosa y me invadió la sensación de que estaba sobre hielo. Era como si me hubiese vuelto hipersensible: mis sentidos percibían las cosas de una forma más amplificada de lo habitual.

Me dejé estar en el suelo por un rato, mientras me fue envolviendo una tristeza infinita. Me sentía tan triste que me sentía morir también. No sabía si yo tenía ganas de morir o las ganas de morir habían venido sin ser llamadas, pero estaban muy presentes. Me levanté e hice la cena. Pero a partir de ese día esa sensación volvió de forma repetida haciéndome entrar en estados de desesperación y angustia sin precedentes. Al leer estas líneas habrás adivinado que no he muerto, al menos físicamente. No sé si fue una iluminación o más bien una «desiluminación» lo que viví aquel día. Solo sé que siguió repitiéndose por algunos meses más y que no hay nada más enloquecedor en la vida que sentir que algo en tu interior (y que al mismo tiempo parece no provenir de ti) te haga creer que la muerte es el mejor de los resultados posibles.

No hay nada más enloquecedor en la vida que sentir que algo en tu interior te haga creer que la muerte es el mejor de los resultados posibles.

Imagen que ilustra el post: autor Tania Alonso 

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