Tras haberme sentido víctima de una persona que se comportaba de forma injusta repetidamente, entendí que era yo quien estaba alimentando a mi verdugo.

Me di cuenta de que si yo no hubiese permitido al verdugo ser verdugo, la víctima (es decir, yo en ese papel) no hubiese existido jamás. Pero en nombre del amor, profesaba comprensión hacia él. El problema radicaba en que permitirle hacerme daño justificaba también mi sufrido rol.

La única manera de que exista un verdugo es darle el poder de serlo. Y yo lo hice. Tanto que llegué a sentirme responsable de sus acciones tal y como él me repetía. Por tanto, mi mayor afán era encontrar una solución que le hiciese cambiar de actitud. Y mientras el verdugo continuaba decapitando cabezas, yo probaba a atarle las manos, a ponerle una venda en los ojos o a robarle el hacha. Pero él había venido a hacer su oficio y siempre encontraba la manera de librarse para continuar haciendo su trabajo.

Hasta que un día comprendí que el verdugo dejaría de ser quien era si no tenía a nadie con quien serlo. Entendí que no es al verdugo a quien hay que atar las manos, sino liberar a la víctima. No permitir que nadie tenga tanto poder sobre ti para humillarte o hacerte sufrir hasta la desdicha. Porque si no hay víctima, no hay verdugo. 

Entendí que no es al verdugo a quien hay que atar las manos, sino liberar a la víctima.