Hay una sentencia, atribuida a diferentes personajes, que reza lo siguiente:


Vigila tus pensamientos, se convierten en palabras;
vigila tus palabras, se convierten en acciones;
vigila tus acciones, se convierten en hábitos;
vigila tus hábitos, se convierten en carácter;
vigila tu carácter, se convierte en tu destino.


Se podría resumir en algo así como  “eres lo que piensas”.

Me gustaría continuar lo expuesto a través de un ejemplo vivido durante mi experiencia en Dubai. No busco emitir juicios sobre personas en este texto, solo transmitir una idea.

En Dubai conocía a Mohammed, el chico que limpiaba la tienda en la que trabajé por un tiempo. Era natural de Bangladesh, pero por lo que pude entender  (tuve ciertas dificultades a veces para comprender su inglés) no provenía de una familia humilde. Aún así algo había pasado con él, había sido tratado como el apestado de la familia por razones que no llegué a conocer bien. Y así acabó en los Emiratos, ejerciendo las típicas labores destinadas en ese país a su nacionalidad, las más bajas y peor pagadas.

Pero el problema de Mohammed no eran sus orígenes, ni siquiera el repudio de su familia. Era su forma de pensar.

Pero el problema de Mohammed no era sus orígenes, ni siquiera el repudio de su familia. Era su forma de pensar. Siempre decía lo mismo. Lo que, indudablemente, quería decir que siempre pensaba lo mismo. Día tras día. Algunas cosas hacían reír; realmente tenía un sentido del humor muy particular. Otras, por el contrario, dejaban entrever los pensamientos más profundos sobre su vida y su visión acerca de él mismo. Salía a relucir que su atención estaba puesta en que no valía lo suficiente y sus pensamientos repetidos y negativos se trasladaban a su vida material. Vestía siempre la misma ropa de color negro y se alimentaba a base de  arroz. Cuando coincidíamos juntos a la hora de comer, señalaba su plato y me decía que llevaba comiendo eso todos los días durante los últimos siete años. Luego me invitaba a probarlo. Realmente era muy generoso con los demás, pero no lo era consigo mismo.

Cobraba menos de 300€ al cambio. Al inicio de cada mes, el resto de compañeros le regalábamos un sobre que contenía una parte voluntaria de nuestro salario a modo de donación. Él lo recibía muy feliz, realmente agradecido de corazón porque sabía que era nuestra manera de valorar su trabajo, pero sobre todo de homenajearlo como  compañero. Aún así, cada vez que yo introducía el billete en el sobre me asaltaba la duda de si en vez de ayudarle lo que estaba haciendo, más bien, era favorecer su status quo de forma involuntaria. Lo que quizás debí de haber hecho, en vez de dejar el dinero en el sobre, hubiese sido cogerlo por los hombros y decirle muy firmemente: “Deja de pensar eso que piensas. Deja de decir siempre lo mismo. Deja de vestir siempre igual. Deja de comer arroz. Deja de ser lo que te han hecho creer que eres”.

“Deja de pensar eso que piensas. Deja de decir siempre lo mismo. Deja de vestir siempre igual. Deja de comer arroz. Deja de ser lo que te han hecho creer que eres”.

No sé si alguien es capaz de pasarse toda la vida pensando lo mismo, lo que sí me parece es que es bastante coherente que si te pasas la vida pensando que vales un plato de arroz, te pases la vida comiendo arroz.

Imagen que ilustra el post: Waterfall Fountain en el Dubai Mall. (autor: Tania Alonso)