Es normal que cuando se le obliga a uno a permanecer en su casa todo el tiempo, no le apetezca. Que eche de menos un poco de tiempo al sol, un paseo al aire libre, un café con los amigos, viajar y un largo etc. Lo que no es tan normal es que una persona, pudiendo hacer todo esto u otras cosas, en cambio, decida autoconfinarse.
Lo que me ha recordado la situación de estos días (cuarentena debido a la pandemia del coronavirus — Covid-19 —) es un periodo en el que yo no quería salir de casa. Otra vez la vida me presenta sus paradojas: ahora quiero y no puedo, antes podía y no quería. ¿Y por qué no quería?
Por lo general, en mis días más depresivos ganaban la apatía y el miedo. A veces no salía por falta de motivación, otras porque me aterraba. No había ningún virus en el aire pero, curiosamente, tenía más miedo que ahora. De hecho, ahora mismo no siento miedo (si acaso, siento respeto o cautela).
¿Por qué la apatía?
Porque cuando estás deprimido nada tiene sentido. La depresión te va arrastrando en su interior sin que tú seas del todo consciente de si se trata de un mal periodo o de si estás deprimido de verdad. Así que, poco a poco, vas perdiendo las ganas de hacer nada y una cosa lleva a la otra: cuanto menos haces, menos ganas de hacer tienes al día siguiente y cuando te das cuenta ya no hace falta ni ducharse ni quitarse el pijama porque no hay nada esperando afuera que merezca que te prepares. Ni afuera ni adentro. Y es que este comportamiento asociado a la depresión traza un paralelismo muy gráfico entre la falta autocuidado exterior y la falta de autocuidado interior.
A la desgana total y a la falta de sentido de las cosas se llega a través de un proceso de minado interior severo. Como si te fuesen cavando con una pala todo lo bueno para dejarte solo el terror del vacío. Se puede llegar a esta situación de múltiples formas: hay personas que sufren una acumulación de experiencias que provocan este desgarro de forma gradual; hay otras que lo sufren de manera más drástica debido a una situación dramática puntual pero de un gran impacto o las que también la sufren por un hecho concreto pero más lentamente por ser sostenido en el tiempo.
Considero que es muy complicado entender esta desgana asociada a la depresión para quién no la ha sufrido, ya no que no se trata de una desgana puntual o de un periodo en el que no te apetece hacer ciertas cosas. Es algo que no se soluciona con un “anímate” o “venga, sal”, o “haz un esfuerzo”. No hay quién desee más que superar esa apatía que el propio deprimido, pero su vida ya ha dejado de depender de él, ahora depende de algo más. En la mente de un deprimido algo externo toma el poder, uno ya no es uno, no hay identidad, no hay razones, solo hay una mano negra que te agarra sumiéndote más y más en la desesperación hasta que, a veces, la única forma de liberarse parece ser la de desaparecer.
¿Por qué el miedo?
Tampoco es un miedo descrito a la usanza. Es profundamente irracional y paranoico. Te conviertes en un ser diminuto, sientes que todo el mundo te observa y te juzga y que cada acción que tomas es decisiva con el riesgo de que sea decisivamente mala. Así que mejor esconderse para evitar la vergüenza y el juicio y mejor pararse en seco que equivocarse. Misteriosamente, empiezas a atraer situaciones incómodas y personas con poco tacto y tú, que quieres llorar de angustia y dolor, bloqueas el llanto para no quedar como un inestable emocional que lo exagera todo. Pero el vaso está lleno y las gotas que desbordan al no poder salir, caen hacia adentro y ahogan aún más.
También empiezas a temer por tu propia vida. Tanta angustia, tantas dudas e inestabilidad emocional pasan factura a la salud y al aspecto físico, lo que suma para mal. Empiezas a pensar que puedes enfermar gravemente también a nivel físico (no es poco frecuente que suceda) o que eres capaz de cometer una locura. Y mientras una parte de ti quiere pedir ayuda para que no te permitan hacerlo porque ya no te ves enteramente dueño de lo que puedas hacer en un impulso ciego y desesperado, otra parte calla para que no te tomen por loco.
A todo esto hay que añadir que la cuarentena por el coronavirus, se amplíe o no, tiene un plazo determinado. Hay una luz al final del túnel que se suele decir. El autoconfinamiento por depresión es interno (mental) y tantas veces con un reflejo también de encierro real (en casa) y uno no sabe cuándo acabará. Esa desesperación sine die es como los castigos que imponían los antiguos dioses griegos: suenan a eternidad.
La depresión, su proceso, sus síntomas, es algo mucho más denso que estas líneas que he escrito. Por eso creo que es necesario que acabe escribiendo un libro sobre ello, de hecho es la idea que tengo en mente.
Al fin y al cabo, el suicidio arroja anualmente unas cifras de fallecimientos sorprendentemente elevadas. Es mucho más silenciado en sociedad que tantas otras causas de muerte, pero se presenta como una realidad tremendamente ruidosa en el interior de los individuos.
Imagen que ilustra el post: La muerte de Marat de Jacques-Louis David