Hubo un momento en mi vida en el que necesité consejo acerca de cómo proceder en mi relación de pareja. En verdad me sentía muy perdida. Me parecía que la persona con la que estaba me conducía por un camino de sometimiento y yo me estaba convirtiendo en cómplice al otorgar comprensión a las emociones que le hacían comportarse de ese modo.

Llegó un punto en que, harta de dudas, vi oportuno escuchar el consejo de una mujer que lo conocía muy bien. Le expuse mi situación, todo el sufrimiento derivado de ese comportamiento autoritario y otras vejaciones sufridas. La respuesta fue un poco menos empática de lo esperado. Me estaba hablando, no obstante, una mujer fuerte. Me recomendó comprenderlo y demostrarle aún más de lo que le demostraba. Soportarlo y tener paciencia. Precisamente, todo eso que me  aconsejaba es lo que había estado haciendo hasta entonces y me estaba llevando al borde de la enfermedad.


Empezó a abrirse en canal confesándome cuánto la había hecho sufrir su marido. Y cuántos maridos hacían sufrir a otras mujeres. En su pequeño taller de costura iban a parar clientas sufridoras que asumían que los hombres eran así y que, por tanto, no les quedaba otra.

Al mismo tiempo parecía orgullosa de su entrega, de su sacrificio por amor. Y siguió relatándome ejemplos de tantas cosas en las que había cedido para luego finalizar recordando que, a pesar de todos los pretendientes que había tenido, ella lo había escogido solo a él. Concluyó diciendo que ahora se sentía vieja y que la vida se le había pasado así de agridulce.

Imagino que trataba de darme ejemplo de lo que ella consideraba lo mejor. Yo, mientras, estaba horrorizada. Me horrorizaba el modo en que sentí el rencor en sus palabras cuando hablaba de sus sacrificios, la nostalgia en su voz mencionando esos pretendientes a los que nunca puso atención y el desgarro de la realidad cuando uno siente que la edad que tiene le pesa.

Aceptando su consejo con gratitud (de verdad sentí que buscaba el bien), me detuve a pensar que de seguirlo formaría parte de ese infierno que acababa de describir y en el que estaban metidas esas otras mujeres que acudían a su taller. Y entonces me pregunté si esa mujer se había aconsejado alguna vez a sí misma desde el corazón. Si se había escuchado de verdad, más allá de resignaciones, miedos y sacrificios. La verdad, visto ahora con perspectiva, puede ser. Puede que el verdadero amor para ella significase todo eso. A mí, por el contrario, me estaba quitando la vida.

Fue por eso que, en aquel momento,  me pareció que era una persona que no se aconsejaba a sí misma y que si yo seguía sus indicaciones obtendría sus resultados y estos, por lo que ella me había transmitido, me resultaban insoportables. Así que acabé haciendo algo diferente. Y no es la primera vez que el consejo de alguien me hace tomar el camino totalmente opuesto a lo advertido. Aún recuerdo cuando quería dejar un trabajo por estar sufriendo acoso laboral y una compañera me animó a seguir, que también ella había llorado mucho el primer año, pero que luego uno se acostumbraba. Me despedí a la semana siguiente con la idea clara de no querer acabar como ella: acostumbrada a lo que uno no se debería de acostumbrar.

Realmente los consejos son muy útiles, pero no para seguirlos al pie de la letra sino para conocerte mejor.